Mucho más útil de lo que creen. |
“che mannn estas muy carolo con los updates, hace uno de esos limados que hacias antes.”
No tuve opción. En retrospectiva la tenía, pero en el momento no se me ocurrió. Pasé a vaciar el contenido del morral sobre el capot del patrullero. A los pocos segundos el morral estaba vacío y a plena vista se repartían los siguientes objetos:
– Dos porciones de napolitana con jamón
– Un paquete de cigarrillos “Gitanes”
– Una cajita de fósforos
– Un finito a medio quemar
– Una brújula
– Una toalla sucia y ensangrentada
Eran las 5 de la mañana debajo de un puente que no conocía. Unos minutos antes, estaba volviendo a mi casa con la moto y siendo la única persona que transitaba por esa calle, naturalmente el cana de turno decidió pararme. Pasamos por la rutina de siempre involucrando permisos y licencias, hasta que la ensangrentada toalla que asomaba por mi morral llamó la atención del polizonte, quien se limpiaba la nariz con un pañuelo.
“Se que parece raro, pero todo esto tiene una explicación. Dejame que te cuente como fue esta noche”, pedí al oficial. El tipo se mantuvo callado y aprovechando la ausencia de una negativa, arranqué con el relato.
Salí de casa dispuesto a ir a ver a un amigo que tocaba en vivo esa noche. Tenía que llegar a un bar en Ramos Mejia. Ahora sé que yendo derecho por Rivadavia es imposible no llegar, pero en ese momento no tenía idea. Había visto un mapa de capital y sabía que tenía que ir siempre hacia el Oeste, por lo cual elegí ir derecho por ciertas calles que sonaban bien, y de vez en cuando verificaba con la brújula que mi orientación fuese la correcta. Se perfectamente bien que en los últimos 500 años han habido increíbles avances como la Filcar, pero la brújula pocas veces me falló.
Siempre hay una primera vez para todo. A la media hora de haber salido no tenía la menor idea de donde estaba o para donde tenía que ir. A mi izquierda mantenía una autopista y a la derecha pasaba casas humildes y oscuras. Como no me llaman idiota por nada, decidí meterme dentro de la “boca de lobo”. No es necesario a esta altura explicar como eso pudo haber tenido sentido en mi cabeza.
Cuadra a cuadra iba pasando casas con ojos sospechosos que se asomaban de las ventanas. De vez en cuando pasaba algún que otro negocio con carteles del tipo “Musa 10 pesos” o “Boteya de Pecsi 3$”. De repente, el único semáforo de todo el barrio se puso en rojo. Contrario a mis más básicos instintos de supervivencia, frené. Un Renault 12 salido de un cuento de H.P. Lovecraft paró a mi derecha. Cuatro individuos se sentaban dentro, mirándome fijo con una sonrisa lisérgica. Una ristra de ajo tenía más dientes que los cuatro juntos. El conductor sacó la cabeza por la ventana.
-“E amigo que moto eh”, observó.
-“¿No falta un verbo en esa oración?” pregunté con sinceridad.
-“No te hagás el piola Lorenzo Lástima” me contestó, con gran festejo de sus compañeros que repetían “Lorenzo Laaaastima juaaaaa”. El cuarto de ellos no reía.
-“De que mierda se rien caretas”, preguntó
El conductor y copiloto se dieron vuelta. “Renegado”, comenzó el primero, “era una serie protagonizada por Lorenzo Lamas. El era un buen policía, bueno en su trabajo.”
El segundo intercedió: “Pero un día cometió el pecado final y testificó contra otros policías que se tornaron malos. Lo mandaron a matar, causando en cambio la muerte de su prometida.”
El tercero agregó: “Acusado de asesinato, deambuló por las rutas. Un forajido buscando forajidos. Un caza-recompensas. Un Renegado.”
“Piola”, concluyó el cuarto.
“¿Por casualidad saben como llegar a San Martín al 1200?” pregunté.
El conductor sonrió. “Si… ¿escuchá bien eh?” Sus compañeros se reían con complicidad.
Siguiendo sus direcciones llegue perfecto. Estacioné en la puerta y me enfrenté a la fachada. Era una mezcolanza de estilos: un bar en una esquina con dos entradas, una a cada calle. En un sector adyacente pasaban música bailable, y otro sector al fondo tenía un escenario donde tocaban las bandas. Me encontré con mi amigo en la puerta y pronto desapareció en el interior del local, dispuesto a prepararse para tocar.
La muchedumbre era bastante homogénea. Por alguna razón, probablemente por convocatoria de alguna banda, el promedio de edad parecía ser 19 años, y todos ellos vestían de negro. No estoy seguro si estaba entre darkies, góticos, renacentistas o croatas, lo que sea que se maneje hoy en día, pero inmediatamente noté a uno de ellos con un rallador de queso en el antebrazo. Me refiero a una muñequera con tachas que le llegaba hasta el codo, pero no se me ocurre otro uso que bajar un provolone. Dudo que sea temporada de orcos en capital.
Entré al bar y me encontré con unos amigos. Estaban Amadeo y el Tiburcio Herrera. Nos sentamos a tomar unas birras mientras esperábamos que saliese mi amigo a tocar. Herrera sacó una naranja de un bolsillo y empezó a pelar. “¿Que hacés?” le pregunté. “Es por la dieta, tengo que comer algo cada 2 horas” contestó. Ni lento ni perezoso, decidí seguir mi propia dieta y me pedí media pizza de Napo con jamón.
Fue cuando seguimos con la mirada a la moza yéndose para el fondo que nos percatamos de la chica que estaba sentada en una mesa del camino. Debía tener 14 años, ya que parecía de 16, se vestía como de 18, y pretendía tener 20. Enormes gafas oscuras que pondrían celoso a Elton John cubrían sus ojos, aún siendo de noche y estando en un bar semi-iluminado. Vestía con una remera de esas que parece que tienen otra remera abajo, o quizás la tienen, pero desconozco ya que nunca desnudé a este tipo de minas. Unas calzas negras marcaban su adolescente posterior, y cerraba el paquete con unos zapatitos rojos a lo Mago de Oz de dudoso gusto.
Mi primera reacción fue de desprecio. Verla vestida como dos tercios de las mujeres presentes, inclusive con las gafas oscuras dentro de un lugar cerrado de noche y su pelo peinado en un flequillo que le quedaba mal, me catapultaron a considerarla una imbécil y así, sepulté todo posible deseo. Giré la cabeza para enfrentar a mis amigos y empezar a denigrar su falta de identidad, cuando noté que el Tiburcio estaba obnubilado. Su expresión era como si Dios hubiese bajado y dicho “Chicos, no les quiero mentir: ustedes descienden de la nutria. Piénsenlo 3 segundos.”. Una mezcla de incomprensión y fascinación disputaban sus expresiones faciales, en una lucha que nunca cedía por completo a alguno de los lados.
-“Men” le dije. “¿Que pasa? Tenés una cara como si Dios hubiese confesado que descendemos de la nutria”.
-“¿Vos viste lo que es esa minita?” me preguntó Herrera, llevándose un gajo a la boca.
-“Si, un envase falto de cualquier rastro de personalidad propia” contesté.
-“Pero con unos pechos que merecen un premio de la facultad de diseño” agregó Amadeo, acertadamente.
Los tres asentimos con la cabeza, incluso Amadeo mismo.
-“Igual no es para tanto” continué.
Tiburcio me tomó de la muñeca. “Man”, empezó, “sabés lo que deben ser esos piecitos?”
-“No, la verdad que no”
-“Por la piel, la forma general… yo los veo man. Y son deliciosos”.
En efecto, el Tiburcio Herrera tiene un fetiche importante con los pies. Desde que lo conozco que tiene esta particularidad, la que muchas veces resulta divertida, y otras veces perturbadora. No es que el tipo va por la calle reptando y lamiendo calzado, pero es cierto que toda mujer que estuvo con el siempre termina “perdiendo” un soquete en la casa. Estos soquetes terminan en un sector secreto de su placard, donde cuelga uno al lado del otro con gran esmero, y agrega una foto de la dueña arriba. Lo llama “Mi Navidad Privada”.
Un par de porciones de pizza y bastante birra después, guardé las dos porciones restantes en mi morral, cubiertas por servilletas. Me levanté y me dirigí hacia el fondo, donde esperaba ver tocar a mi amigo. La muchedumbre era como la que me encontré en la puerta, el color predominante era el negro y era inminente el ataque de moros porque todos tenían algún tipo de tacha en el cuerpo. Me pregunté que iban a hacer si los moros venían con armas de largo alcance, pero no quise tentar al destino.
Al terminar el recital no tenía más nada que hacer, pero decidí quedarme un rato. Pasé al salón donde algunos se animaban a bailar, y me puse a charlar con algunas chicas, acercándome a ellas con la brújula en la mano e indicándoles que “apunta a lo que más deseo”. Gracias Hollywood.
THIS IS GOMAAAAAAAAAAAAA |
Más allá de tán efectiva entrada, siempre que llegaba al punto de “¿Que hacés de tu vida?” y respondía “Nada, trabajo en una empresa de recursos humanos”, las charlas se iban perdiendo en una seguidilla de “Ah” y “Mira vos”. Fue a la media hora de idas y vueltas cuando la noche tomó una curva cerrada y mordió la banquina.
“¿Y que hacés de tu vida?” me preguntaba una chica mientras revolvía su daikiri.
“Soy una celebridad under de Internet de la movida del humor absurdo de base”
En vez de leer su reacción, me distraje con lo que ocurría a un par de metros. El Tiburcio Herrera le estaba hablando al oído a la pendeja, la cual mostraba un salpicón de horror y disgusto.
“Me tengo que ir” le dije a la chica mientras le daba una tarjeta con mi número de telefono. “Mandá un mensaje de texto con la palabra GOMA y tu nombre a este número, y se arma”. Me acerqué a Herrera y ante el horror combinado de la pendeja y mío, lo escuché decirle:
“¿Sabés el caldito que me hago con esos zapatitos, no?”
Lo tomé del brazo y lo llevé a un costado.
-“¿Que hacés animal?”
-“Me vuelve loco esta pendeja”
-“Escuchame una cosa, Pedicura del Amor, te recuerdo DE NUEVO que tus fantasías no son fácilmente aceptadas en nuestras normas de levante occidental”
-“¿Sabés como se pone ésta si le muerdo los deditos?”
Algo que siempre me pone nervioso del Tiburcio es su manía de usar diminutivos. Cuando somos chicos aprendemos que todo lo dicho así queda más inocente y puro, pero desde que escuchamos “lechita” por primera vez, pasa todo lo contrario.
Mientras pensaba en que responderle, volví la mirada hacia la chica y noté con terror que Amadeo se acercaba a ella con un vaso en la mano y una sonrisa de acero en la cara.
-“Salud” le dije al policía, quien acababa de estornudar por segunda vez en la noche.
-“Que problema hay con Amadeo?” preguntó, sentado en el capot del patrullero, atentamente escuchando mi relato.
-“Es peor que Tiburcio” contesté solemnemente.
No mentía. Amadeo tiene dos particularidades que por separado son simpáticas, pero juntas son parte del libro de Revelaciones. Por un lado, fue criado por los abuelos, los cuales no estaban jugando su mejor partido y tenían una dudosa visión de la realidad. Varias enfermedades infantiles que lo encerraban en la casa por meses lo mantuvieron postrado, aunque le dieron mucho que leer. El problema es que los nonos no tenían la más variada colección, por lo cual es un experto en física, pero no tiene idea de costumbres, culturas, y hasta objetos cotidianos. Sumémosle que pasó toda su vida en un pueblito cerrado y sin tele, y no es raro que cuando vino a casa y vió mi bidet me dijo “¿Por qué tenés un hidromasaje para bebes?”
Por otro lado, Amadeo es amoral. No es malo, pero tiene la inocencia de un niño en el cuerpo de un tipo de 1,86. Algunos ejemplos de lo que esto causa:
“¿Está bueno laburar de estatua viviente? ¿No te cansás de estar todo el día parado?” – preguntado al pasar a un albino en el bondi.
“Pará. ¿Tenés todas las vacunas?” – A una mina en el telo después de sacarle la ropa.
“¡Boludo mirá todos esos gemelos! Que parto habrá sido ese, ¡son como diextillizos!” – Al ver pasar una excursión de nenes con Síndrome de Down.
Volví a acercarme a la piba, pero Amadeo ya había empezado a hablar. Herrera tampoco se lo quería perder, y de repente me encontré con mis amigos a mi derecha, enfrentando a la nena como si fuese la piba más linda del lugar y la tuviésemos que chamuyar de a tres. Bueno, pensé, le vamos a dar una subida de autoestima, al menos.
“Vos viste como estás vestida?” arrancó Amadeo. Antes de que pudiera interceder, continuó. “Ese flequillo ridículo que tienen todas, la remerita doble, las rayas, la verdad que te queda para el orto. ¿Que estás pensando cuando te vestís así? En serio, quiero que me expliques. ¿No te sentís una pelotuda cuando ves a todas tus amigas vestidas igual?” La pendeja abrió la boca pero no contestó. Una lágrima apareció por detrás de las gafas y se dejó caer por su mejilla. En un solo movimiento descubrió sus ojos y allí notamos su mirada perdida que no dejaba espacio a la duda.
“Ah… sos ciega” balbucee nervioso.
“Uy la puta que lo parió” atinó el Tiburcio.
“Como… ¿¿los ciegos pueden llorar??” escupió Amadeo.
Herrera y yo giramos lentamente nuestras cabezas hacia nuestro amigo, ambos con la mandíbula a la altura de la tercer costilla. La pendeja ya no podía escuchar más y se quebró en llanto. Amadeo nos miró sorprendido y comentó: “Que, ¿ahora me van a decir que los mudos pueden chiflar también?”
“Un hijo de puta tu amigo” dijo el policía, mientras se prendía uno de mis puchos. “Vos no lo viste en el bautismo de mi sobrina”, aseguré. “Pero permitime que continúe”
Hombres eran los de antes. |
La situación se había vuelto muy incomoda, como subirte a un ascensor donde tu vecino manco te pregunta “¿Que piso?” y apunta los números con el muñón. Un orangután en ropas de hombre notó la escena y se acercó con los puños cerrados. Era el momento de utilizar mi don de la elocuencia y salvar el día.
“Chau chicos” dije dándome vuelta y caminando a toda velocidad.
Sali del lugar y voltee para ver que pasaba. El tipo que vi acercarse estaba agachado hablando con la chica, que no paraba de sollozar. No se veía a mis amigos por ningún lado. Como tengo los huevos bien puestos, decidí alejarme del lugar por un buen rato.
Fue a la cuadra cuando me di cuenta de un error fatal. Por más que tenía mi morral encima, había dejado el casco de la moto en la mesa. Estuvimos sentados en esa mesa toda la noche, cualquiera podía darse cuenta que la moto que estaba estacionada en la puerta del bar debía ser de alguno de nosotros. Volví sobre mis pasos y efectivamente, el orangután se encontraba al lado de mi nave.
“¿Te olvidabas algo?” me preguntó con el casco en la mano.
“No seas así, yo no le dije nada a la piba, no le hagas nada a la moto” imploré.
“Ya se, me contó lo que dijeron tus amigos. Traemelos.” dijo mientras daba golpecitos con el casco a la luz de posición.
“No, yo en esta no me meto, si los querés cagar a trompadas buscalos vos, no tengo por que…”
*CRASH*, gritó el plástico de color que protegía las luces traseras.
“…ahora cagaste.”
Me le tire encima al morocho y le propine sendos puñetazos. El cobarde cayó al piso y en un fugaz movimiento, sacó un arma que tenía oculta y disparó tres veces. Cada bala se sentía como un atizador al rojo vivo penetrando mi carne. Suspiros de vida se vertían por los agujeros en mi piel. Mis manos florecían en un tono carmesí mientras con mi último aliento miré a los ojos a mi contrincante y le dije “Te perdono”, antes de besar la sucia vereda a falta de un par de labios que me despidan de este mundo.
Un silencio incómodo se apoderó de la noche. Policía y yo nos miramos a los ojos sin saber que decir. Finalmente el cana tiró el cigarrillo, lo apagó con el pie y rompió el hielo.
-“¿Vos sos pelotudo?”
-“Bueno, no me llaman idiota por nada”, fundamenté. “Permitime retomar la historia”
Le dije al matón: “No, yo en esta no me meto, si los querés cagar a trompadas buscalos vos, no tengo por que…”
*CRASH*, gritó el plástico de color que protegía las luces traseras.
“…ya te los traigo.”
Me sentía un patito de feria yendo y viniendo. Me alejé rápido maldiciendo mi impotencia y doblé en la esquina, buscando a alguno de los dos tarados que estaban poniendo en peligro a mi ticket de retorno. No esperaba encontrarme tán rápido con Amadeo, que fumaba un cigarrillo como si nada hubiese pasado cerca de la entrada lateral del lugar.
-“¿Donde está Herrera?” pregunté.
-“Ni idea, pensé que salió con vos” me contestó.
-“Bueh, escuchame” le dije. “El grandote quiere que volvamos”
-“¿Para que?”
-“Para jugar un 2-2. Que se yo, querrá que te disculpes”
-“¿Otra vez me tengo que disculpar por nada?”
-“¿Como otra vez? Gritar DONDE ESTÁ TU DIOS AHORA en el bautismo cuando se les resbaló la nena no es…”
Un ruido nos distrajo. Nos volteamos para ver su origen y vimos un Rottweiler, pero con una curiosidad: Tenía un casco puesto. Con cuernos a sus costados.
-“Amadeo” dije. “¿Vos estás viendo un perro vikingo?”
-“Eso es un poste de luz man.”
Mi corazón pegó un salto por un segundo. “Al lado del poste, pelotudo”
-“Ah si, es un perro vikingo. Que raro uno de esos en Ramos”
Gracias Napoles. |
No llegué a preguntar cuanto sabía de canes del Valhalla, ya que el animal nos mostró los dientes y comenzó a burbujear como la gota de Magistral en un lava autos. Pensé en correr pero cuatro patas corren más que dos así que en cambio metí mi mano en el morral para sacrificar las porciones de Napo.
“¡La Napo no!” vociferó el cana. Lo miré sorprendido. Las porciones todavía descansaban sobre el capot del patrullero. “Perdón, seguí” me dijo, con una mirada confusa.
El perro no me dio tiempo. Con mi mano dentro del morral, se me abalanzó con las fauces abiertas. Instintivamente saqué lo primero que tenía a mano del morral: la toalla. Para entender por que llevo una toalla siempre conmigo, lean “The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy” de Douglas Adams.
-“¿Lean? ¿A quien le hablás?” preguntó el oficial
-“Nada, es una costumbre vieja hablar así. Pero lee ese libro que está bueno”
-“Bueno ¿sacaste la toalla y?”
Cubrí la cabeza del perro con la toalla, ahogando sus esfuerzos por magullarme. El animal se puso loco, mordiendo y tironeando de la toalla, al punto de hacer sangrar sus encías. Amadeo, en un acto de valentía, tomó al can por las patas traseras y lo arrojó con imprudente fuerza. La sorpresa del perro fue tal que soltó la toalla y salió despedido hacia un cantero de la casa de al lado. Dado que la puerta lateral del bar era lo más cercano a un refugio, nos abalanzamos dentro.
Cerramos la puerta a nuestras espaldas y antes de que pudiese ver si del otro lado del vidrio se avecinaba una furia canina, observé que la cieguita estaba parada en la barra, tomando un trago, con un tipo en la clásica pose de chamuyo (una mano sobre la barra, la otra mano gesticulando). Me acerqué descreído.
-“No, ni idea” le dijo la chica a su interlocutor.
-“Hoy en día los hacen de otra forma, pero el buen vino se hace con chicas que pisan las uvas. Un día si querés te venís a casa y te muestro, yo hago vinos artesanales” contestó el Tiburcio Herrera, que hablaba con una voz ronca que no parecía la suya. Lo tomé del brazo y lo llevé a un costado.
-“No podés ser tán caradura” empecé. “¿Desde cuando hacés vino artesanal?”
-“Tengo una bañadera y una verdulería a una cuadra” fundamentó. “Además estoy usando otra voz”.
-“Ja, ¿te pensás que no se dio cuenta que sos vos por el olor?” tiró Amadeo.
-“No es un perro, pelotudo” contestó Herrera.
-“Hablando de perros” aproveché, “en la salida lateral hay un perro vikingo y en la principal hay una mole enojada. Se va a complicar volver a casa.”
-“¿Quien se quiere disculpar primero?” Preguntó el mono, que de repente teníamos en frente nuestro.
-“¿No estabas afuera vos?” pregunté.
-“Mi hermana me mandó un mensaje de texto” dijo el tipo sonriendo. En efecto, la chica tenía el celular en la mano. Tomada de la mano por su hermano, se unió a nuestra feliz ronda.
-“¿Como sabías que era yo? ¡Usé otra voz!” preguntó Herrera, quien ciertamente, en el pasado hizo laburos cortos doblando dibujos animados.
-“Apestás a naranja” contestó la chica. Miré a Amadeo, quien esperaba que dijese “¡Vieron! ¡Tenía razón!”. Pero Amadeo estaba callado, atónito. Era tal su sorpresa que nos quedamos callados, mirándolo. Finalmente explotó:
-“¿COMO CARAJO MANDA UN MENSAJE DE TEXTO UNA CIEGA? ¿ESTAMOS TODOS LOCOS?”
Alguien salió del local por la puerta lateral y el perro vikingo entró como poseído por mil demonios. Nos miró y cerrando los párpados como si hubiese adquirido un objetivo, clavó su mirada en mí. Ahí noté que tenía la toalla todavía en la mano. Desesperado, la arrojé a un costado, pegándole en la cara a la chica. La pobre tomó la toalla desconcertada en sus manos y la extendió de lleno en frente suyo.
Como un toro frente al manto rojo, el perro se disparó y con un salto se abalanzó sobre la chica. Cerré los ojos.
Noruega, 1138 |
Lo primero que noté al abrirlos es que la chica estaba ilesa y desconcertada por el murmullo que brotaba a su alrededor. El perro se encontraba colgando de la muñeca de un pibe que no mostraba ninguna señal de dolor. El perro, en cambio, apretó más fuerte sus fauces y lanzó un alarido, cayendo al piso y huyendo por la puerta.
“El rallador de queso” pensé en voz alta. Tenía una utilidad después de todo.
“Un perro vikingo entra a un bar” es buen comienzo para un chiste, pero cuando ocurre en la vida real lo único que causa es confusión. El hermano de la chica estaba tán consternado que se olvidó de nosotros, y se quedó contándole a su hermana de la que había zafado. El muchacho que salvó la noche estaba con ellos, mirando a la chica con ojos de ensueño. Decidí que no quería saber más de esa noche y me despedí de mis amigos, guardando la toalla en mi morral.
En la puerta del boliche, mi casco reposaba sobre la moto. Al lado, el perro me miraba desconfiado, pero sin la ferocidad de antes. Se ve que había aprendido una lección. Metí la mano en el morral y busqué las porciones de Napo, no queriendo arriesgarme a nada más. Me costaba mucho despedirme de ellas pero finalmente las encontré, y cuando estaba por sacarlas, un auto se estacionó frente nuestro.
“¡Lorenzo! ¡Encontraste a mi perro!” gritó el conductor. El perro, al escuchar la voz de su amo, se paró y como un resorte saltó por la ventana del acompañante, en un maremoto de lenguetazos. Uno de los que estaba atrás sacó una toalla mugrosa y en breve se había desatado una lucha entre risas.
-“¿Que problema tiene tu perro con las toallas?” pregunté mientras me subía a la moto.
-“Lo volvemos loco, es una fiera el Erik” contestó el acompañante.
-“¿Erik?” consulté mientras prendía la moto.
El conductor me miró serio. “Erik El Vikingo es una película de 1989, quizás uno de los papeles menos recordados de Tim Robbins, que hizo las delicias…” No llegué a escuchar el resto, ya había arrancado y decidí alejarme de ese barrio lo más rápido posible.
“Que locura” concluyó el policía, doblando su pañuelo para guardarlo por quinta vez en su bolsillo. “¿Y ese finito como lo explicás?”
“Me lo fumé antes de salir para el bar”, confesé. “¿Me puedo ir ahora?”
El policía se tomó unos segundos antes de dar su veredicto. “Dejame la Napo y andate.”
Menos de un minuto más tarde, ya estaba volviendo para casa. La noche había sido una interminable seguidilla de hechos poco probables. ¿Cuales eran las chances de que todo se haya dado de esa manera? Calculo que las mismas de que el policía haya agarrado el único cigarrillo mezclado con faso de todo el paquete, o que justo haya sido alguien con un resfrío tal que no podía distinguir lo que estaba fumando.
Dicen que el corazón tiene razones que la mente no puede entender. Yo digo que un buen bajón es una dama cruel que no perdona y que pone todo lo demás en segundo plano. Esos pensamientos poblaron mi vuelta, mientras me perdía en las oscuras calles de capital, sin rumbo fijo, tras burlar a la ley como un forajido. Como un caza-recompensas. Como un Renegado.
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